Naufragios del capitán

domingo

¿Quién de nosotros puede,
volviéndose sobre el camino
por el que no hay regreso,
decir que anduvo por él
como debía?
Bernardo Soares


I.

Volver atrás,
al arrullo cadencioso
de la ola
coronada por el rayo.

Bajo el canto de la luna
canto...



II.

Estoy parado sobre todas las tierras.

En mi costado,
la ráfaga de migraciones
(aves que transitan
del ayer
al te olvido)
anuncia un nuevo episodio.

No hay sol
no hay lluvia
ni polvo siquiera
o voz aérea
que no haya trasquilado
cada cúbico centímetro
de sien en mi memoria.

Aun así,
me indigesta
la inmarcesible vuelta de los meses
con sus lunes,
diez promesas que reclaman la zozobra
y pocos,
casi pocos sillones
como para estarse quietos.



III.

Un algo térmico se asoma en tu mejilla:
¿quién o qué serás?

El marco vacío,
sin rostro:
homenaje a ese dios desconocido.

¿Quién taladra el techo?

Han cavado un pozo
desde donde se cuela la luz más multiforme.

Barrieron el sol.

Serían las alas de tu partida.

Porque ya sé que cuando te vas
no es cierto
(me engañas),
te quedas.



IV.

Anoche dormí con los párpados abiertos.

Cuentan,
quienes vieron,
que la vieron:
cruzó a nado
(reía)
mis dos ciénagas templadas por arterias
y se tiró en las dunas de mi oído
a repetir estrofas de obituario.

Por eso,
creo,
se congeló mi córnea.

Quise voltear,
pero ella olvidó la piel
en un buró del dormitorio.



V.

La postal que le envié no tenía remitente:
deambulo por las calles
desnudo de mí.

Cuando llegué a la puerta
ahí estaba
la sombra pálida
de lo que era
lo que había sido
que no soy yo.

Quise tirarlo todo por la ventana:
oír el ruido de mis silencios
despedazándose en la avenida
mientras tres gatos
con sus seis ojos
nada preguntan ni me incomodan.

Me di la vuelta,
silbé.



VI.

Voy a lomo de burro
entre las citas postergadas de la muerte,
preparando el café para mañana
aunque
seguro
no tendré sed.

Si hubo una víspera de mi fatiga
y debemos registrar su nacimiento
con fechas y notarios,
digan el nombre que olvidé
entre los libros
y quemen los libros
en los que encontré su nombre.

No cuento los años:
prefiero brindar
por los vivos.



VII.

Perdí toda inocencia
en el apócrifo recinto de
sus manos.

Ascen desde la duda
por el arrabal de
sus milagros
y confieso haber perdido
(más de una vez)
un quiero entre
sus labios.

Volví cada quincena,
semanalmente,
diario
y los quinientos segundos
que restaban de mis horas.

Descorrí los muros
y persianas
sólo por el placer caduco
que sudaba a grandes gotas por
sus brazos.



VIII.

Ninguna geografía basta
para vendar mis huesos,
trenzas de espinas.

Gangrena
o tumor,
dolor falseado
que me llevo hasta la espalda
del lado izquierdo
como es zurda mi razón.

Sin embargo,
nada me hace llorar
tanto
como las enciclopedias en que busco
dónde está ese corazón
fingido
que ronca en mis lamentos
y no siento ya.



IX.

En el momento más inoportuno
un tren
interoceánico
zarpó con los adjetivos de su peso
exacto.

Hizo las maletas
prodigando calma
en triturar los vasos
de nuestros vinos,
doblar su toalla,
colgar los ganchos en el armario,
maquillarse un gesto
de suficiencia
y decir que sí
al invierno
que llevaba aquel tipo sucio
a mi departamento
en renta.

La maldije en voz alta
por ver si un dios oía
el bemol
de mi sarcasmo
sostenido.



X.

Los pasos cruzan (a destiempo) la alameda
y una ciudad inconcebible
me recuerda
el hambre
y la fe que me hastía.

Casi cualquier cosa
hace pensar en que
existo.

Dejo que se dispersen
los cables
en dos millones de asuntos
sin fama.

Me llevo una mano a la frente
sólo para saber que aquí
sigo
.


***
México, 2002